En una noche lluviosa que quedará grabada en la memoria reciente de la afición rojiblanca, el Atlético de Madrid demostró una vez más por qué es el equipo del pueblo. Con una victoria in extremis (2-1) sobre el siempre vigoroso y enérgico RB Leipzig, los colchoneros iniciaron su andadura en la nueva Champions League con una dosis de épica que hizo vibrar hasta los cimientos del Metropolitano. La emoción de Giménez, el alma de Griezmann. La inquebrantable fe atlética, siempre presente.
❤️🔥 Giménez rememora las noches de pasión en el Atlético
El partido comenzó con un mazazo tempranero. Apenas transcurridos cuatro minutos, Sesko aprovechó un fantástico y bien trenzado contragolpe para adelantar a los alemanes en una acción marca de la casa. El gol, lejos de hundir a los locales, despertó al héroe herido. El Atlético, fiel a su filosofía, se rehizo y comenzó a tejer su red sobre el campo, buscando incansablemente el empate.
La primera parte fue un constante asedio a la portería de Gulácsi. Riquelme, Griezmann y Correa, que completó un partido sobresaliente, tal como reconoció Simeone pospartido, rozaron el gol en no pocas ocasiones, pero la suerte parecía esquiva. Sin embargo, como reza el dicho atlético, fue del sufrir al gozar. Justo antes del descanso, Griezmann, cual faro en la tormenta, igualó el marcador con un remate magistral a centro de Llorente. Otro que tal baila. El arranque de temporada de Marcos es apabullante. Una asistencia más a la saca.
🚣♂️ Remar y creer, ganar y emocionar
El segundo tiempo fue un pulso de voluntades. El Leipzig, consciente del vendaval rojiblanco, se replegó buscando mantener el empate. Pero el Atlético, espoleado por su gente, no cesó en su empeño. Por su gente y por el mejor jugador del equipo, el mejor sobre el campo y uno de los mejores del continente. Antoine Griezmann se volvió a vestir de director y guió a los suyos a la victoria. Pero los minutos pasaban y la ansiedad crecía en las gradas. El reloj, implacable, parecía conspirar contra los deseos colchoneros.
Y entonces, cuando el empate parecía sentenciado, llegó el momento que condensa la esencia del Atlético de Madrid. En el minuto 90, Griezmann, con la precisión de un cirujano, puso un balón medido e imprevisible al segundo palo, con la derecha, a la media vuelta. Allí, emergiendo entre defensores como un titán, apareció José María Giménez para conectar un cabezazo que hizo estallar el Metropolitano. No era casualidad que fuese ‘Josema’ a quien esperaba la gloria.
El estadio rugió como nunca. Al menos, como hacía tiempo. Giménez, con lágrimas en los ojos, corrió hacia el córner donde sus compañeros le sepultaron para fundirse en un abrazo que trascendía la importancia, relativa de momento, del tanto. Era más que un gol; era la materialización del espíritu de lucha, de la fe inquebrantable que define a este equipo. Y de la ilusión renovada por, de la mano del nuevo formato, volver a la gloria europea que el año pasado se resistió.
La imagen de Giménez, rodeado por sus compañeros, llorando de emoción, quedará grabada. Gasolina para el futuro. Sus lágrimas no eran solo de alegría, sino de liberación, de orgullo por pertenecer a un equipo que nunca se rinde, que pelea cada balón como si fuera el último. Que vuelve a reclamar su lugar en el mundo.
Más que una victoria; era una declaración de intenciones para Europa. El Atlético no solo ganó un partido; reafirmó su identidad. Demostró que, en el fútbol como en la vida, la perseverancia y el trabajo en equipo pueden mover montañas. Y mientras las gotas de lluvia se mezclaban con las lágrimas de emoción, una certeza quedaba clara: este Atlético está preparado para soñar en grande en la Champions League.