Ver no es lo mismo que mirar; de la misma forma que oír es una cosa diametralmente opuesta a escuchar. La diferencia es la intencionalidad y la actividad personal que recae en cada acción. Hay personas que solo ven pasar cosas por delante de sus ojos, mientras que otras miran lo que pasa a su alrededor. Seguramente, la sensibilidad de la persona tenga una gran parte de culpa. Pongamos un ejemplo. Alguien que entra en un estadio de fútbol puede ver la majestuosidad del verde dentro de un rectángulo perfecto, mientras que otro puede ver un espacio bidimensional, formado por un conjunto de figuras geométricas. Posiblemente, eso era lo que veía Eduardo Chillida cada vez que entraba a un campo.
El sensacional escultor español (San Sebastián, 1924-2002) cumpliría este 10 de enero 100 años. Paseando por toda la geografía española su legado sigue vivo a través de sus obras. El Peine del Viento, en su San Sebastián natal, es una de las más conocidas. Aunque mucha gente pasa por alto que antes de convertirse en uno de los artistas más importantes de la segunda mitad del siglo XX, el guipuzcoano jugó al fútbol como portero de la Real Sociedad. De alguna forma estaba predestinado a proyectar con las manos lo que su cabeza procesaba. El fútbol y el arte. O el arte y el fútbol. Una fusión que llevó a cabo el gran Eduardo Chillida.
Meho Kodro y Ramón Lobo: una historia de fútbol y guerra en Bosnia
😉 Anoeta fue su casa favorita
«Los hombres somos de un lugar, ahora bien, lo ideal es que seamos de un lugar, que tengamos las raíces en un lugar, pero que nuestros brazos lleguen a todo el mundo». Esta frase del vasco acompaña la obra Elogio del Horizonte, situada al borde del Cantábrico, en Gijón, y define lo que es Eduardo Chillida. El donostiarra siempre sintió su patria en lo más profundo; incluso llegó a colaborar en organizaciones vascas del siglo pasado. Pese a esto, llegó a abrazar a todo el mundo a través de sus obras. Ya desde joven, el artista atesoraba un físico elogiable que le hacía destacar en casi cualquier deporte. Sin embargo, no olvidaba los libros, las lecturas y debatía fervientemente sobre arquitectura, cine, escultura o política.
En el deporte, se decantó por el fútbol. Se resguardó bajo los palos, donde dibujaba grandes estiradas e intentaba engañar a los contrarios cuando tenían que lanzar un penalti trazando con los tacos líneas que parecían modificar las dimensiones de la portería. Llegó a decir que las virtudes de un buen cancerbero eran idénticas a las que debía atesorar un escultor audaz: tiempo, espacio, mirada y reacción. También definió que la soledad del artista con su obra era igual que la de un portero antes de intentar parar un lanzamiento de penalti.
Sobresalió bajo el arco, lo que lo llevó, con apenas 18 años, a defender la portería de la Real Sociedad. Un orgullo para la familia, ya que su padre, Pedro, llegó a presidir durante esa época la entidad. Debutó el 27 de septiembre de 1942 con derrota por 3-2 frente a Osasuna. Después, una serie de buenos resultados y mejores actuaciones pusieron su nombre en boca de todos y situaron a Chillida como uno de los porteros más prometedores del panorama estatal. La prensa local se hacía eco en cada encuentro de las intervenciones del portero. Pese a esto, tras 14 partidos, todo cambió.
🏥 Una lesión truncó su ascensión y le empujó al arte
En un encuentro de la temporada 1942/1943, en Valladolid, su rodilla crujió tras un lanzamiento de falta. Se rompió los ligamentos y el menisco. Pasó por el quirófano, pero eran otros tiempos y lo que ahora vemos como algo normal, que un futbolista se opere y vuelva a su rendimiento anterior con rehabilitación y trabajo, antes era más complicado. La lesión le dejó una leve cojera y la imposibilidad de correr con normalidad. Y aunque Real Madrid, Barcelona y Atlético de Madrid le seguían la pista, decidió dejar el fútbol. Ese día murió el jugador, pero nació un artista de talla mundial.
Comenzó en Madrid la carrera de arquitectura en 1943, aunque lo que le interesaba de verdad eran las artes. Plasmaba en papel todas sus ocurrencias, aprendió a escribir y a dibujar con la izquierda y encontró en el hierro su forma de expresión final. Siempre contemporáneo, Eduardo Chillida conocía las corrientes que destacaban en su época, como los cuadros de Andy Warhol, y buscó su hueco en el arte abstracto. En 1948 se mudó a París y presentó su primera escultura en yeso, de inspiración más clásica. Con el paso de los años, sus figuras fueron perdiendo lógica racional y ganando imaginación.
🌍 Eduardo Chillida abrazó el mundo con sus obras
En 1958, Chillida ganó el premio internacional de escultura de la Bienal de Venecia. Fue su llegada al estrellato. En su largo camino dejó unas 1.400 obras repartidas en diferentes puntos del planeta. Él siempre analizaba la petición, el espacio y el ecosistema del lugar para aceptar un encargo. En 1983, tras una exposición en la casa de Goya en Burdeos, el artista guipuzcoano encontró su sitio en Hernani: un caserío que cautivó sus sentidos y que compró para poder reunir gran parte de su legado. Empezó el proyecto del Museo de Chillida-Leku, que será centro neurálgico de todo un despliegue de novedades editoriales, exposiciones, películas, homenajes y actos académicos para celebrar su centenario.
En este espacio, las obras del creador se mimetizan con la naturaleza del lugar y forman parte del paisaje. Aunque su arte se expandió por todo el mundo. En Estados Unidos, Francia, Suecia, Alemania, Irán, Japón, Finlandia y Suiza tienen obras de Chillida. Su influencia fue tan gigantesca que grandes personalidades de mediados del siglo XX quisieron colaborar con el escultor. Es el caso del filósofo alemán Martin Heidegger, que publicó un libro de forma conjunta con el guipuzcoano. También se le vio con Georges Braque, Jorge Guillén, José Ángel Valente, Alexander Calder o Emil Cioran.
Deporte, arte, espacio y mirada convergen en Eduardo Chillida. Realidades conexas por el genio, que deslumbró primero con unos guantes de portero. Como en el arte, cientos de ojos estaban puestos en su destreza en el campo. No era tan diferente. Pero su brillantez no estaba en el balón. Esta se alojaba en las formas, espacios y materiales. Después de la lesión, nunca más quiso tener una relación muy estrecha con el fútbol. Le recordaba demasiado a épocas anteriores. Aunque también se convirtió en una especie de musa para darle vida a sus creaciones.