Wales v IR Iran: Group B - FIFA World Cup Qatar 2022
Opinión

Gareth Bale hasta donde quiso

Gareth Frank Bale se marcha. Vino, venció y se fue. Suena paradójico que Gales, antaño territorio galo —de la Galia— gestase a un gladiador romano estricto como pocos en el seguimiento de su filosofía vital. Más práctico que teórico, más terrenal que divino; más simple de lo que quisimos ver. Resolutivo en la arena, marginado fuera del coliseo. Bale nunca sucumbió a las tentaciones del foro futbolero. Si acaso, antes de dominarlo de cabo a rabo, cuando saberse capaz no le bastaba para encomendarse a sus condiciones sobrenaturales, se tomó el ascenso como un reto personal. Se propuso ser el mejor y, solo una vez se convenció a sí mismo de que podía, de que tenía todo para serlo, desechó la idea.

Emergió en el carril izquierdo porque allí apareció la oportunidad. Su fútbol juvenil e indomable necesitaba rugir, expresarse a pulmón descubierto. Posarse. Su zancada, de atleta olímpico, estaba diseñada para la cal, y su centro lateral, fulminante, concebido para martillear el área. Maicon (Inter), hasta entonces uno de los defensores de moda del planeta, fue su primera víctima. 20 de octubre de 2010. Iugula.

Así, primero, lateral. Después, Gareth fue todo: ángel y demonio; estrella y asiduo de los infiernos; decisivo e intrascendente; sucesor y traidor al mismo tiempo. También sobre el verde tuvo tiempo para empezar como defensor renegado y mutar en un atacante rotundo, un extremo imparable afincado en la izquierda, un crack polifuncional cuando se movía desde la derecha, un mediapunta axial; un sprinter empecinado en sus orígenes, un lanzador estratega en las últimas y un titán en su peak. Al espacio, al pie; golpeador, centrador y rematador. A Bale solo le faltó culminar alguno de los envíos que lanzaba de púber con uno de los cabezazos (o chilenas) que dejó cuando ya era súper para redondear su obra.

Por más que haya cerrado su ciclo con distinciones tales como ser el jugador que ha dado el nivel más alto nunca visto antes en White Hart Lane; el símbolo, héroe y líder más grande que haya vestido la camiseta de Gales; y uno de los jugadores más importantes de uno de los equipos más ganadores de siempre, a Bale se le olvidó ser el mejor de su propia historia. No le importó marchitarse y fundirse con el hastío. Gloria tormentosa.

Si en otra vida no hubiese sido jugador de fútbol —en otra más allá de esa ficticia en la que en lugar de cinco Champions su vitrina está copada de Majors, quiero decir—, a buen seguro que Bale hubiese ejercicio el noble arte de la información. No hubo futbolista más periodístico rondando por la capital en los últimos tiempos. Sí los hubo más interesantes, faranduleros, ruidosos o morbosos; ninguno más frustrante. Nadie desesperó como Gareth porque nadie ilusionó tanto, ganó así, marco esos días, tuvo tales posibilidades… y quiso tan poco. Sin siquiera darse cuenta, Bale se esfumó en medio de cruzadas físicas y mediáticas de las que nunca quiso ser partícipe, pero de las que tampoco hizo por escapar.

Porque Bale rompió con el modelo para fundar uno propio. El de un bastión que jamás añoró convertirse en tal. No más fama, no más títulos. No más fútbol. Sin miedo a perder su estatus, su sitio en campo, su dorsal o, peor aún, a que su legado quedase difuminado tras la figura glacial de alguien ajeno. Un tipo que eludió al sistema y a la sociedad que lo sustenta; que escapó de la narrativa, incluso de la suya propia. Incomprensible e inimitable, Gareth Bale solo fue lo que él quiso ser. Ni más, ni menos.

Ir al contenido