Salman bin Abdulaziz, rey de Arabía Saudí.
✍️​ Opinión

Capital árabe y fútbol: “¡es la economía, estúpidos!”

Primero, vimos claramente que todo era un asunto de mero capricho. Los muy multimillonarios jeques árabes no saben qué hacer con los petrodólares que les rebosan a manos llenas y, como en el fondo se aburren, invierten en fútbol como quien va a Montecarlo: para divertirse.

Bueno, había también un segundo factor: lo hacían como demostración de consumo conspicuo, ostentoso, suntuoso... Para probar así que “son alguien”, con cara y ojos, en el mundo económico internacional y achantar a los ricos de Occidente que, en el fondo, les miraban por encima del hombro.

Incluso pensamos que había un tercer factor, muy ligado al anterior. Lo hacían asimismo para codearse con la jet set económica, social y política “de” y “en” Occidente, que es el algo que también les divierte y, además, les da tono ( y les procura la posibilidad de establecer importantes contactos e, incluso, acuerdos empresariales). El fútbol y un decidido ejercicio de consumo ostentoso era una vía fácil para conseguir unas relaciones sociales de alcance internacional que, llamando “a puerta fría”, eran bastante más complicadas.

Después, pensamos que, dadas las millonadas que se gastaban —y que alcanzaban importes cada vez más mareantes—, era demasiado darse capricho y demasiado darse torno. Porque el asunto no era ya que compraran clubes, sino que querían hasta organizar y ser sede de importantes torneos internacionales que implicaban de manera directa a sus propios Estados. Tenía que haber algo más. Y, como en Occidente somos muy profundamente analíticos, dimos en seguida con la clave y hasta le pusimos un nombre que consideramos como muy ingenioso: sportwashing.

Así pues, no era solo capricho (que también), o consumo ostentosos (que también), o darse tono (que también) o establecer interesantes relaciones sociales (que también).

Un “puzzle” incompleto

Además, querían que sus perturbadoras inversiones en fútbol les sirvieran —sobre todo, al abrigo de la organización de Mundiales y Supercopas— para que la opinión pública occidental —o, al menos, una parte importante de ella— se olvidara, dejara en segundo plano o hasta mostrara una cierta comprensión acerca de las inaceptables políticas de sus respectivos países en materia de derechos humanos; y, en especial, en relación con la aplicación de la justicia (por ejemplo, las ejecuciones) y con los derechos de la mujer y de determinados colectivos sociales, como los homosexuales.

Perfecto, el “puzzle” parecía contar con todas las piezas necesarias gracias a esta impecable operación mental de “eurocentrismo” con la que los occidentales creemos meter en vereda y encajar en nuestra lógica las “excentricidades” de quienes no son como nosotros.

Sin embargo, hasta los occidentales terminamos por ser perspicaces. Y, entonces, empezamos a percibir que, en primer lugar, había una notable desproporción entre los esfuerzos desplegados por los millonarios árabes y los objetivos que estaban consiguiendo o podían razonablemente conseguir; que, en segundo lugar, a pesar de que tenían que ser conscientes de ello, esos esfuerzos se multiplicaban, se intensificaban y se diversificaban; y que, en tercer lugar, tales esfuerzos respondían, por su propia naturaleza, a una estrategia de largo plazo.

Inversiones por tierra, mar y aire

Ya no era solo comprar en todo o en parte el Manchester City, el Paris Saint-Germain, el Sheffield United, el Parma, el Yokohama Marinos, el Málaga, el Melbourne City, el Girona, el New York City o el Newcastle, entre muchos otros; o patrocinar a Milan, Arsenal, Olympique de Lyon, Real Madrid, Olympiakos, Benfica o la histórica FA Cup inglesa, entre muchos otros…

Era también organizar el Mundial de Catar; pujar por el Manchester United; tratar de patrocinar el Mundial femenino de Australia y Nueva Zelanda; contratar a Cristiano, Benzema, Firmino, Kanté, Kouylibaly, Milinkovic-Savic, Neves, Mendy, Verratti…; reestructurar la propiedad de los clubes para atraer inversores extranjeros; ser anfitriones casi con toda seguridad del Mundial masculino de 2030 o de 2034…

Y extenderse al baloncesto, al golf, a la Fórmula 1, al boxeo, al tenis, a las carreras de caballos… Y no con cualquier cosa, sino con el PGA Tour (golf), mediante acuerdos con la ATP (tenis), a través de la organización de partidos oficiales de la NBA o comprando una participación en los Washington Wizards…

Hasta hemos empezado a sospechar que no es del todo correcto hablar, en este ámbito, del “capital árabe”, sino de los “capitales árabes”. El motivo es que, aunque las aerolíneas Emirates (Dubái) lleguen al acuerdo de patrocinar la Copa del Rey Salman (Arabia Saudita), parece que, aunque haya diversos puntos de colaboración, países como Catar, Dubái, Abu Dabi, etc. estarían tratando de tomar posiciones, compensar o competir con el incesante despliegue de iniciativas que Arabia Saudita está desarrollando en el deporte occidental.

¿Y si una operación económica fuera, eso, económica?

Por tanto, comienza a estar claro que, aunque hay muchas piezas sobre la mesa, faltan todavía algunas para completar el “puzzle”; y que la simple interpretación de que todo es fruto de una suma de caprichos, consumos ostentosos, deseo de relaciones y “sportwashing” es, en efecto, “simple”, pero en el peor sentido de la palabra.

En la ecuación parecen faltar variables no precisamente menores. Por ejemplo, que quienes toman las decisiones finales sobre el destino de los capitales árabes no son personajes sacados de Lawrence de Arabia, sino gestores formados en las mejores escuelas de negocios del mundo (la mayoría occidentales, por cierto); y que el análisis de toda inversión económica puede ser algo más que económico, pero no puede ni debe dejar de ser fundamentalmente económico.

Hay quienes ya han tirado por esta senda y apuntan a que las inversiones árabes en deporte responden a la toma de conciencia de que el petróleo dejará de ser una fuente inagotable de ingresos económicos a largo plazo como consecuencia de las políticas de transición ecológica y descarbonización. El deporte sería así una vía de sustitución o diversificación de los ingresos por petróleo.

Es una hipótesis que no carece de sentido, pero que se antoja insuficiente. Para empezar, reduce el petróleo a su uso como combustible, en el que, efectivamente, podría ser sustituible a largo plazo por otras alternativas energéticas. Sin embargo, se olvida de los productos derivados del petróleo y del gas (este segundo muy asociado al primero) que se obtienen gracias a la petroquímica.

Unos productos, los petroquímicos, que no solo son prácticamente insustituibles, sino que tienen y exigen un uso creciente en industrias tales como la textil, farmacéutica, agrícola, construcción, metalúrgica, plásticos, papel, electrodomésticos, detergentes, fotografía, electrónica… y hasta automotriz. Sí, buena parte de la carrocería de los muy ecológicos coches eléctricos está hecha con productos derivados en última instancia del petróleo.

Y, para continuar, es difícil imaginar que los ingresos derivados directa y estrictamente de las inversiones en deporte puedan ser capaces de compensar plenamente los ingresos del petróleo…, salvo que entendamos, como debe ser, que esas inversiones son esencialmente el puente a otras importantes fuentes de ingresos, como el turismo (asociado al desarrollo de importantes infraestructuras de calidad: hoteles, urbanizaciones, aeropuertos, autopistas…) o la elevada capacidad de gasto en ocio y entretenimiento de una población muy rica y que, por ejemplo, está integrada en Arabia Saudita por un 70% de ciudadanos de menos de 40 años.

La lógica de todo capital

Por aquí parece haber una senda de interpretación mucho más prometedora. Es la que apunta a que el aparente derroche inversor de los Estados árabes responde a una implacable y muy ortodoxa racionalidad económica que se basa en que el capital no solo no puede estar quieto, porque se devalúa y se destruye, sino que tiene que alimentar un proceso continuo de acumulación ampliada que le asegure crecimientos siempre por encima de una tasa compuesta mínima de entre el 3% y el 5% anual. Casi nada.

Casi nada… salvo que tengas la ventaja de disponer de ingresos enormes y plenamente garantizados a largo plazo (por lo menos, hasta el horizonte temporal que la economía puede imaginar) y que no tienen otro inconveniente que el de generar excedentes crecientes de capital que hay que colocar en algún sitio… y preferiblemente mirando nuevamente al largo plazo.

No hace falta con ello conseguir una rentabilidad a corto plazo (esa que sí buscan con singular agobio los fondos de inversión, por cierto), puesto que los ingresos presentes y futuros están poco menos que garantizados. Basta con suponer que, por ejemplo, la “industria que genera el fútbol” —es decir, la industria asociada o derivada del fútbol—terminará un día u otro por proporcionarlos.

Y el sector del fútbol es particularmente atractivo para ello porque las barreras de entrada son aún poco menos que inexistentes (al revés que en otros sectores económicos); porque las competiciones y los clubes europeos están, en general, pésimamente gestionados; porque unas y otros dan pruebas constantes de estar hambrientos de financiación a corto plazo y al precio que sea; y porque la propia maduración económica del sector va abriendo posibilidades de elevados retornos y de relevantes acuerdos empresariales de todo tipo a los agentes mejor posicionados… que son más bien escasos.

Clinton, Bush y las liebres del cuento

Súmese, sobre todo, que es un sector que requiere o facilita enormes inversiones en infraestructuras materiales, que son el sueño de todo inversor que tiene que colocar importantes excedentes de capital. Porque, como es bien sabido, el negocio no es gestionar autopistas, hoteles o aeropuertos… sino construirlos.

En las elecciones estadounidenses de 1992, James Carville, estratega de un Bill Clinton en horas bajas que se enfrentaba contra George Bush, dio un giro radical y muy exitoso a la campaña de su candidato que resumió en solo tres palabras: “¡es la economía, estúpidos!”. Pues eso.

Podemos manosear hasta el infinito los tópicos sobre los caprichos, el consumo ostentoso, las relaciones sociales o el “sportwashing” de los multimillonarios árabes (que, como todo tópico, tienen indudablemente una base real). Pero, si no queremos entender que la invasión de capitales árabes que sufre el fútbol tiene una importante motivación económica, nos pareceremos a las famosas liebres que fueron devoradas por sentarse a debatir si las perseguían galgos o podencos…

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