«Ha llegado el momento de despedirme. Ha sido una carrera larga, preciosa, llena de momentos y anécdotas. Siento que ha llegado el momento de retirarme, de abrir un nuevo capítulo de mi vida». Con estas palabras Garbiñe Muguruza anunció el pasado sábado su retirada. Precoz, a sus 30 años, pero previsible: no compite desde enero de 2023. El tenis español pierde a la figura femenina más trascendental desde los años de Arantxa Sánchez Vicario y Conchita Martínez. Es ahí precisamente donde hay que ubicar a este talento que siempre lidió con las críticas de un público acostumbrado a Rafa Nadal e incapaz de valorar lo que ahora nunca volverá a degustar.
Garbiñe Muguruza no fue valorada en su justa medida
No quiero ir de santo. Tampoco engañar a nadie. Garbiñe Muguruza también ha sido foco de mi ira en momentos puntuales. Siempre supe que esa joven que irrumpió en Miami hace más de una década estaba llamada a escribir su nombre en la historia. Talento, condiciones físicas (1,82 metros) y un juego alejado del estereotipo español, sobrado de potencia, la colocaron pronto como una de las mejores del circuito. Pero esa dificultad para hallar un ‘plan b’ a sus excesivos errores en la pista en ciertas fases de su carrera me irritaron.
Hasta el punto de alegar, en más de una ocasión, que Garbiñe Muguruza era una tenista “irregular”. No fui justo, cuando los datos muestran que, durante su momento álgido, entre 2015 y 2021, cerró cuatro cursos entre las diez mejores del mundo. Quizá, como he dicho, no la valoré lo suficiente por las odiosas comparaciones. Por una generación dorada —no solo en el tenis— que nos ha malacostumbrado al éxito deportivo, hasta el punto casi de ignorar dos Grand Slam que, con el tiempo, recibieran su justo reconocimiento. De hecho, ya se vislumbran como algo lejano, irrepetible, a la vista de las reincidentes lesiones de Paula Badosa y la inexistencia de un relevo llamado a pugnar por este tipo de cotas.
Han transcurrido ocho años de ese Roland Garros. Casi una década de esa crónica que, por primera vez, me llevó a ocupar la portada del periódico digital donde trabajaba. Tiempo atrás había tenido el placer de charlar con ella por teléfono, cuando solo era una promesa. Después lo haría en distintas ruedas de prensa y actos, donde el runrún en torno a Garbiñe Muguruza creció irremediablemente, hasta convertirse en un fenómeno que trascendió nuestras fronteras, sobre todo a raíz de Wimbledon y de alcanzar la cima del ranking.
La española pasó a ser una de las deportistas mejor pagadas del mundo —ahora no figura ni entre las 20 primeras, pese a que casi toda la tabla está ocupada por tenistas—, gracias a su rendimiento en la pista y, sobre todo, a los lazos comerciales que estrechó. Con la espiral de derrotas en 2022 pensé que se había marchitado la magia de Garbiñe Muguruza, pero simplemente desapareció su ilusión. El tenis dejó de ser su prioridad y el año pasado dio un paso valiente al anunciar un parón que finalmente —pese a sus contradicciones— han derivado en un adiós definitivo.
Una decisión valiente
Creo que es un acierto. Regresar al circuito 18 meses después con garantía de éxito era un reto mayúsculo. Demasiado, con el nivel que impera ahora entre las jugadoras más destacadas. Afrontarlo hubiese requerido un plus que no está dispuesta a ofrecer, porque sus preferencias han cambiado. De hecho, se ha dado cuenta de ello precisamente durante estos meses: «No echaba en falta la disciplina y la dificultad de la vida que llevaba antes. Me he ido dando cuenta de que lo que más me apetece mirar es mi siguiente capítulo y no el de tenis».
Garbiñe Muguruza tiene otras necesidades . La primera, su boda con el empresario Arthur Borges este verano. Quiere dedicar más tiempo a su familia y es entendible. Ningún deportista está obligado a competir por decreto, por mucho que este capacitado para ello. El baremo para seguir, o no, debe ser la motivación. Y es evidente que, al contrario que Fernando Alonso —ha firmado con 42 años el contrato más largo de su vida—, la tenista carece de esa ilusión.
Me entristece que su adiós no llegue en una pista de tenis, pero en una balanza, me decanto por esta opción antes que por una vuelta teñida de gris. Es el momento de asumir que la mecha de Garbiñe Muguruza se ha apagado, por mucho que las llamas sigan presentes en nuestra memoria. Sus éxitos, más o menos de los que hubiésemos imaginado, serán difícilmente repetibles por generaciones posteriores.