El Mundial femenino está llegando a sus últimos partidos. Y, tras las sonadas eliminaciones de Estados Unidos, Alemania y Brasil, su final parece presentarse de lo más abierto.
Pero solo lo parece. En realidad, lo más probable es que la selección ganadora sea la de las jugadoras de las Universidades de Estados Unidos… si tal selección existiera y compitiera en el Mundial, claro está, lo que no es el caso.
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Más de 150 futbolistas de los equipos nacionales que están participando en el torneo han jugado, juegan actualmente o se han comprometido a jugar a partir de ahora en la competición universitaria de fútbol femenino del país norteamericano; es decir, una de las muchas que organiza la National Collegiate Athletic Association (NCAA).
Eso es tanto como decir que una de cada cinco jugadoras del Mundial tiene experiencia en la NCAA o va a tenerla. En algunas selecciones, la presencia de estas futbolistas es abrumadora: por ejemplo, hay 22 en la de Canadá, 20 en la de Estados Unidos, 20 en la de Jamaica, 17 en la de Filipinas, 13 en la de Nueva Zelanda, 8 en la de Nigeria y 7 en cada una de las selecciones de Irlanda, Haití o Costa Rica.
Dos normas que cambiaron el fútbol femenino
Este fenómeno puede alimentar, sin duda, algunas de las teorías más o menos sofisticadas —o más o menos banales— que tratan de analizar cómo y por qué el fútbol femenino evoluciona como evoluciona.
Por ejemplo, buena parte de ellas, cuando tratan de “explicar” la causa de que el fútbol femenino tenga tanto éxito en Estados Unidos, con todos los matices que se quiera, acuden a argumentos francamente intrincados.
Sin embargo, lo cierto es que, aun cuando puedan ser varios los factores que aclaren plenamente un fenómeno complejo como este, en el caso del fútbol femenino de las Universidad estadounidenses hay dos que se bastan para aclarar lo esencial de la situación.
El primero es que, mientras que en Europa se aprobó en 1921 una norma que prácticamente prohibía el desarrollo del fútbol femenino, este se vio fuertemente potenciado en Estados Unidos a través de una iniciativa legal aprobada en 1972.
En efecto, poco después de la I Guerra Mundial, el Consejo de la Football Association (la Asociación inglesa de fútbol profesional) envió a sus miembros el siguiente mensaje: “Dado que se han presentado quejas en relación con el fútbol practicado por mujeres, el Consejo se siente obligado a expresar su opinión de que el juego del fútbol es totalmente inadecuado para ellas y de que no debe fomentarse… Por estas razones, el Consejo solicita a los clubes de la Asociación que nieguen el uso sus campos para tales partidos”.
La medida, rápidamente imitada por un buen número de países europeos y vigente casi durante 50 años, supuso simplemente vetar el desarrollo del fútbol jugado por mujeres.
Por el contrario, una Orden Ejecutiva emitida en 1967 por el entonces presidente de los Estados Unidos, Lyndon Johnson, añadió el término “sexo” a la exigencia de que todas las agencias y empresas contratistas federales del país garantizaran la igualdad de oportunidades en materia de empleo “sin discriminación de raza, creencia, color u origen nacional”. Cinco años más tarde, un Presidente que no era particularmente progresista, por decirlo suavemente (Richard Nixon), la convirtió en Ley.
El resultado, entre muchos otros, fue que la financiación de los deportes universitarios practicados por mujeres —incluido el fútbol— se disparó en Estados Unidos de manera exponencial, dando así un extraordinario impulso a su desarrollo.
Incentivos económicos
Esta iniciativa legal de Nixon viene a ser en buena medida, además, el origen del segundo factor. Aunque las diferencias entre clubes, países y jugadoras son más que notables, algunas fuentes estiman que en las ligas femeninas que cuentan con un cierto desarrollo el salario mínimo de las jugadoras anda por los 20.000 euros anuales (aunque en algunas apenas supera los 6.000 euros).
Sin embargo, al calor de la igualdad de oportunidades antes citada, las jugadoras de la NCAA estadounidense disfrutan en sus Universidades (amén de instalaciones y equipamientos deportivos de excelente nivel, en general, y de la obvia oportunidad de labrarse una carrera profesional de cara al futuro) de beneficios tales como obtener de manera gratuita matrículas de enseñanza, alojamiento, manutención o primas por rendimiento; y, por añadidura, hasta de aprovechar las nuevas oportunidades de ganar dinero con su nombre, su imagen y sus derechos de imagen (los famosos NIS)…, todo lo cual puede suponer un valor equivalente a más de 90.000 euros anuales.
Sí, por supuesto, habrá más factores. Pero parece claro que un marco legal adecuado —que no solo no obstaculice, sino que promueva debidamente el desarrollo del fútbol femenino— y unos atractivos incentivos económicos son dos de los elementos que explican en gran parte por qué el fútbol femenino tiene en Estados Unidos el desarrollo que tiene. Y por qué, muy probablemente, las jugadoras de la NCAA ganarán este Mundial.