Era imposible, pero pasó. El Atlético de Madrid estaba rendido antes de empezar la vuelta de los octavos ante el imponente Inter de Milán, el mejor equipo de Italia y uno de los conjuntos más en forma de Europa. Más si cabe cuando los milaneses se adelantaron en el marcador y duplicaron su ventaja con el gol de Di Marco. Pero el final, entonces impensable, fue muy diferente. Sin entrar en narrativas, los colchoneros consiguieron que la realidad pegase con más fuerza. Como broche a un partido épico, los de Diego Pablo Simeone eliminaron al Inter en l (2-1, 2-2 en el global; 4-2 en los penaltis) y se clasificaron a los cuartos de final de la Champions League.
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📉 El Inter se perdió entre la realidad y su grandeza
Dice Pepe Brasín que no hay equipo que haya salido más crecido de una final perdida que el Inter de Milán. Y razón no le falta. Tras perder ante el todopoderoso Manchester City, los de Simone Inzaghi se lo comenzaron a creer. Ya eran buenos, pero algo hizo clic en su cabeza para alcanzar el siguiente nivel. Con un breve vistazo a las caras de los once neroazzuri que saltaron al Metropolitano se podía palpar la confianza. Se sentían grandes, lo suficiente como para no tener miedo en semejante escenario. Por mucho que la afición del Atlético de Madrid crease un infierno para lograr la remontada, a ellos les daba igual.
Para calmar los ánimos, y aprovechando que estaban rodeados de fuego, se iban a fumar un puro. A cada acometida rojiblanca le acompañaba una posesión interista. Por mucho que apretase el Atlético, ya se sabían con la potestad como para afrontar toda oleada de peligro. Después de unos minutos de tanteo y resistencia, los de Inzaghi decidieron golpear. En una jugada en la que Barella se convirtió en un extremo y Di Marco en un delantero centro, el Inter se adelantó. Habían enfriado el infierno con otro inverosímil invento táctico de Simone Inzaghi. El 0-2 en el global les daba alas y subrayaba la grandeza que habían interiorizado.
Teóricamente, todo estaba perdido en el bando rojiblanco. El shock tras el gol era palpable. Y efímero, porque duró poco. Si lo último que se pierde es la fe, en el Metropolitano van sobrados. Al Atlético, como todo vecino del Real Madrid, poco le importa eso de la grandeza. Nada les iba a quitar la ilusión. Una chispa se encendió en la grada y esta llegó hasta el campo para convertirse en una llama. Como si estuviese escrito por un guionista con muy mala leche, el fuego llegó hasta los pies de Griezmann. El balón se coló en la portería después de una carambola, lo que suponía el empate un par de minutos después del tanto de Di Marco. Como si fuese un castillo de naipes, la confianza del Inter no parecía tan estable. Solo el descanso les salvó de un resultado peor.
🔝 Memphis Depay obró el milagro rojiblanco
El aviso en los últimos compases fue claro para los italianos. Si seguían tan confiados, corrían el riesgo de que el Atlético de Madrid se los llevase por delante. Toda esa historia de la grandeza había despertado su lado más pirómano, pues solo querían ver el campo arder. Al Inter ya no le hacía tanta gracia. La temperatura subía cada vez más, pero el gol no llegaba. La clave del Inter para escapar de semejante ola de calor venía desde Suiza. No era un aire acondicionado, sino Yan Sommer, ya que él se había criado con el frío de las montañas. Sus paradas eran el único argumento que mantenía al Inter con vida.
Por medio de ese aire fresco que llegaba desde la portería contraria, al Atlético de Madrid cada vez le costaba más. Sus jugadores, por mucho que mantuviesen encendido su fuego interno, veían como se les acababa la gasolina. Fruto del comprensible bajón físico, el Inter pudo respirar. De nuevo, comenzaron a creerse todo lo que construyeron tras perder la final de la Champions League. Entonces, Inzaghi decidió que no se iba a jugar más. Quería parapetarse para los minutos finales ante unos rojiblancos cansados. Simeone era consciente de que tenía que mover a los suyos para volver a desatar la chispa que podía cambiarlo todo. Si los cambios de los italianos miraban hacia atrás, los del Atlético iban hacia delante.
Los colchoneros tenían a todo el equipo volcado en campo contrario, pero parecía que no había ninguna urgencia. La grada se desesperaba ante sus posesiones aparentemente estériles. El Inter se sentía cómodo. Por segunda vez, iban a encenderse un puro. Nada podía salirles mal ante un ataque de balonmano. Mientras que se acurrucaban en el borde del área, el balón llegó a Koke. El capitán escaneó rápidamente la defensa de sus rivales y encontró una grieta. Depay también la vio, e inicio un desmarque tan corto como demoledor. Sommer poco pudo hacer ante su remate, cruzado y tenso. El Inter, ahora sí que sí, se había quemado por jugar con fuego. La prórroga era una realidad en el Metropolitano.
🌟 El Atlético ganó la ¿lotería? de los penaltis
Pese a que era uno de los escenarios soñados, lo de llegar al tiempo extra dejaba un sabor agridulce a los colchoneros. Riquelme, en la última jugada del partido, falló una ocasión clara. Suerte, que dirían algunos; o grandeza, que dirían otros. La prórroga, como no podía ser de otra manera, tendría en la tensión a su gran protagonista. Pese a que el Atlético no le perdió la cara al partido, el Inter estaba más fresco. Y, por qué no decirlo, también estaba más consciente de la gravedad de la situación. Sabían que la narrativa que crearon como subcampeones de Europa pendía de un hilo. Quizás ya no eran tan buenos y lo de su grandeza era un cuento. Así, con un dilema shakesperiano sin resolver, llegó el final de la eliminatoria. Todo se decidiría en la lotería de los penaltis… no tan lotería.
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La tanda no pudo empezar más igualada. Tras los aciertos de Calhanoglu y Memphis, llegaron las paradas de Oblak y Sommer. El esfuerzo del esloveno fue doble, ya que paró también el lanzamiento de Klassen. Riquelme, el hombre que había fallado en el último suspiro, lo marcó para adelantar a los suyos. El Metropolitano volvía a respirar en medio de su particular incendio. Todo dependía de Lautaro Martínez. El hombre que pudo ser colchonero y que eligió ser ídolo neroazzurri tenía el futuro de la eliminatoria en sus botas. Dio los pasos hacia atrás e inició la carrerilla. El balón salió en dirección contraria a la que eligió Oblak y el estadio contuvo la respiración. Entonces, llegó un estallido. El lanzamiento se fue arriba. Se acabó: el Atlético había eliminado al subcampeón de Europa.
La euforia se apoderó del coliseo rojiblanco. No era para menos, pues habían logrado mostrarle a sus rivales que quizás no eran tan grandes, sino que esa grandeza se alimenta del día a día y no de los recuerdos. Hicieron lo imposible, convenciendo al poderoso Inter de Inzaghi de que eran más terrenales de lo que ellos mismos creían. Y, a fin de cuentas, sería un final redondo para ellos. Se comenzaron a creer su potencial con una derrota y pueden ver cómo todo se desmorona con un nuevo fracaso. La realidad, tan poética como demoledora, era muy distinta a la del Atlético. La victoria no solo significaba el pase a cuartos, sino mucho más. Después de sufrir varias derrotas duras, los muchachos se habían vuelto a ilusionar. Esperemos que esta vez, para evitar gafes, no hablen con nadie que les eche las cartas.